Dega, por medio de una nota que he encontrado metida en el pan, me dice que vaya a desinsectación: “En una caja de fósforos hay tres piojos.” Saco los fósforos y encuentro los piojos, gordos y sanos. Sé lo que eso significa. Los enseñaré al vigilante, y así, mañana, me enviará con todos mis trastos, colchón incluido, a una sala de vapor para matar a todos los parásitos (salvo a nosotros, por supuesto). En efecto, el día siguiente, encuentro a Dega allí. Ningún vigilante en la sala de vapor. Estamos solos.
-Gracias, Dega. Merced a ti, he recibido el estuche.
-¿No te causa molestias?
-No.
-Cada vez que vayas al retrete, lávalo bien antes de volver a metértelo.
-Sí. Es hermético, creo, pues los billetes doblados en acordeón están en perfecto estado. Sin embargo, hace ya siete días que lo llevo.
-Entonces, señal de que es bueno.
-¿Qué piensas hacer, Dega?
-Me voy a hacer el loco. No quiero ir a presidio. Aquí, en Francia, quizá cumpla ocho o diez años. Tengo relaciones y, por lo menos, podré conseguir cinco años de indulto.
-¿Qué edad tienes?
-Cuarenta y dos años.
-¡Estás loco! Si te tragas diez años de los quince, saldrás viejo. ¿Te da miedo estar con los forzados?
-Sí, el presidio me da miedo, no me avergüenza decírtelo, Papillon. La vida es terrible en la Guayana. Cada año hay una pérdida del ochenta por ciento. Una cadena de presos sustituye a otra y las cadenas son de mil ochocientos a dos mil hombres. Si no coges la lepra, te da la fiebre amarilla o unas disenterías que no perdonan, o tuberculosis, paludismo, malaria. Si te salvas de todo eso, tienes mucha suerte si no te asesinan para robarte el estuche o no la espichas en la fuga. Créeme, Papillon, no te lo digo para desanimarte, sino porque he conocido a muchos presidiarios que han vuelto a Francia tras haber cumplido penas cortas, de cinco o siete años, y sé a qué atenerme. Son verdaderas piltrafas humanas. Se pasan nueve meses del año en el hospital, y en cuanto a eso de la fuga, dicen que no es tan fácil como cree mucha gente.
-Te creo, Dega, pero confío mucho en mí. No duraré mucho allí, puedes estar seguro. Soy marinero, conozco el mar y puedes tener la certeza de que no tardaré en darme el piro. Y tú, ¿te ves cumpliendo diez años de reclusión? Si te quitan cinco, lo cual no es seguro, ¿crees que podrás aguantarlos, no volverte loco por el completo aislamiento? Yo, ahora, en esa celda donde estoy solo, sin libros, sin salir, sin poder hablar con nadie, no es por sesenta minutos que deben multiplicarse las veinticuatro horas del día, sino por seiscientos, y aún te quedarías corto.
-Es posible, pero tú eres joven y yo tengo cuarenta y dos años.
-Oye, Dega, francamente, ¿qué es lo que más temes? ¿No será a los otros presidiarios?
-Sí, francamente, Papi. Todo el mundo sabe que soy millonario, y de ahí a asesinarme porque puede creerse que llevo encima cincuenta o cien mil francos, hay poco trecho.
-Oye, ¿quieres que hagamos un pacto? Tú me prometes no irte a la loquera y yo me comprometo a estar siempre a tu lado. Nos arrimaremos el uno al otro. Soy fuerte y rápido, aprendí a pelearme de muy joven y sé manejar muy bien la faca. Así que, en lo referente a los otros presidiarios, estate tranquilo: seremos más que respetados, seremos temidos. Y, para darnos el piro, no necesitamos a nadie. Tú tienes pasta, yo tengo pasta, sé servirme de la brújula y conducir una embarcación. ¿Qué más quieres?
Me mira fijamente a los ojos… Nos abrazamos. El pacto queda firmado.