Al final se había convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo que le pedían y una mano que firmaba todo lo que le ponían delante. Su única preocupación consistía en descubrir qué deseaban hacerle declarar para confesarlo inmediatamente antes de que empezaran a insultarlo y a amenazarle. Confesó haber asesinado a distinguidos miembros del Partido, haber distribuido propaganda sediciosa, robo de fondos públicos, venta de secretos militares al extranjero, sabotajes de toda clase… Confesó que había sido espía a sueldo de Asia Oriental ya en 1968. Confesó que tenía creencias religiosas, que admiraba el capitalismo y que era un pervertido sexual. Confesó haber asesinado a su esposa, aunque sabía perfectamente -y tenían que saberlo también sus verdugos -que su mujer vivía aún. Confesó que durante muchos años había estado en relación con Goldstein y había sido miembro de una organización clandestina a la que habían pertenecido casi todas las personas que él había conocido en su vida. Lo más fácil era confesarlo todo -fuera verdad o mentira- y comprometer a todo el mundo. Además, en cierto sentido, todo ello era verdad. Era cierto que había sido un enemigo del Partido y a los ojos del Partido no había distinción alguna entre los pensamientos y los actos.
También recordaba otras cosas que surgían en su mente de un modo inconexo, como cuadros aislados rodeados de oscuridad. Estaba en una celda que podía haber estado oscura o con luz, no lo sabía, porque lo único que él veía era un par de ojos. Allí cerca se oía el tic-tac, lento y regular, de un instrumento. Los ojos aumentaron de tamaño y se hicieron más luminosos. De pronto, Winston salió flotando de su asiento y sumergiéndose en los ojos, fue tragado por ellos.