Digamos que soy un ruso, con cara de que paso trabajo, de que he pasado trabajo toda la vida, pero al mismo tiempo un trabajo que me ha curtido y ha labrado en mi alma cierta sensibilidad, un ruso, en blanco y negro como las películas rusas que siempre transcurrían en la televisión de mi infancia, un ruso con mis cejas gachas, mirando siempre de reojo un horizonte tan lejano que me causa escozor, pero es un escozor que yo he aprendido a soportar y es un horizonte que miro largamente, mis manos son tan amplias que al verlas lo primero que pasa por mi cabeza es la palabra «útil», soy un ruso en un muelle vacío, uso unos pantalones atados a la cintura con un cordel, y la camisa un poco abierta en el pecho blanco, estoy pescando, reviso las nasas atadas al puente, sus cuerdas se hunden en el agua oscura y yo las voy sacando una por una, doblado sobre la bruma de un mar gris, nunca pesco nada, pero mi cara no muestra sorpresa ni molestia, yo sigo oteando ese final lejano que es el horizonte y que me complace imaginar como un desfiladero, un abismo en el que se ha perdido y se seguirá perdiendo todo lo que ha tenido su tiempo y su lugar, entonces, en la última nasa que saco del agua encuentro un lucio de 80 centímetros, y el lucio, desde luego, habla, habla mucho, yo lo alzo con una mano y le cuento mi vida y con cada frase que sale de mi boca una nube blanca me opaca la vista.
¿Qué edad tienes?, pregunta el lucio.
Treinta, le digo.
Igual que yo, me dice el lucio.
¿Es triste?
¿Tener treinta años?
No. Tener la misma edad.
No es triste. Es frío.
Es congelado.
¿Has visto algo?, pregunta el lucio.
¿Ahora?
No, en estos años. A estas alturas de la vida, digo, algo que valga la pena. ¿Lo has visto?
Sí, le digo.
También yo, me dice el lucio e insiste: Cuando digo que valga pena, me refiero literalmente.
La vale, le digo. Vivo en una cabaña que antes fue de mi padre, un refugio oscuro y resistente al viento gélido y a la ventisca que a veces trae nieve. Mi padre murió cuando yo era muy joven. Nunca hablamos de otra cosa que no fuera de peces. Algunas noches yo decía algo del sabor de los pescados, pero mi padre ya no escuchaba. Un día amaneció hecho una piedra de hielo. No supe si tirarlo al río, prenderle fuego o arrastrarlo al pueblo y pedir instrucciones. Los padres no enseñan lo que debe hacerse con un padre muerto. Como tal vez en el pueblo las instrucciones coincidirían con alguna de mis conjeturas y tendría que remontar el mismo camino arrastrando su cuerpo, decidí dejarlo en la cabaña e ir a anunciar lo que le había sucedido. Por más que di sus señas no encontré una sola persona que lo conociera. Yo mismo tuve que recordar su nombre porque jamás lo llamé de ninguna forma. Sólo con hablar en voz alta o decir «eh», ya sabíamos que hablábamos uno con el otro. Y como tenía que recordarlo para describirlo, descubrí que lo había mirado pocas veces en mi vida. ¿Qué rostro había llevado mi padre en sus años? No lo sabía. Creo que a veces me odiaba, no por alguna razón particular, me odiaba porque estaba obligado a vivir conmigo y tal vez por las mismas razones por las que yo lo odiaba a él, porque estaba obligado a quererlo. No quiero decir que alguna norma nos doblegara a manifestar muestras de afecto, sino que nos queríamos y no sabíamos qué hacer con eso. Nos queríamos de modo natural y con algo de disgusto, del mismo modo en que se sostiene la cabaña en este invierno sin final. Creo que, lo mismo mi padre que yo, estábamos inhabilitados para sentir amor por otra persona. De una forma o de otra, todos los seres humanos estamos inhabilitados para sentir amor por otra persona. El cura del pueblo dijo que mi padre no podía ser enterrado en su cementerio porque no era un fiel de la congregación, pero me dio la impresión de que mi padre no podía ser enterrado porque el cementerio era un jardín congelado en el cual nadie se animaría a abrir una fosa. Una mujer me sugirió que lo tirara al río. Un cazador me dijo que alimentara a los osos, que los osos no olvidan un solo gesto de gratitud, y que, aunque al final acaben traicionando y devorándome a dentelladas traperas, llevarán en la mirada el signo de cierta cofradía y la humillación de ser traidores. Un borracho me dijo que lo dejara en casa, que no me molestaría más, con un poco de nieve por almohada resistirá siglos como un durmiente. Esa noche no volví a la cabaña. Dormí con una viuda joven que me ofreció un plato de sopa y un pan duro. Cuando regresé, mi padre seguía inmóvil, y confirmé que no se parecía a lo que yo recordaba de él.
El pez me escucha, mueve la cola, curva sus branquias hacia afuera y me dice: Continúa.
Unos días después la viuda me hizo la visita Cocinó sopa, había traído pan duro envuelto en un delantal. Me anunció que se quedaría a vivir conmigo. Colocamos la piedra de hielo que era mi padre tras la puerta. La viuda lo trató con delicadeza, y le cubrió la vista con un pañuelo. A los pocos días llegó el fantasma de su esposo, traía un juego de cartas, también fantasmas. No hay mucha diferencia entre jugar cartas fantasmas y jugar cartas normales. Todas las noches nos sentamos los tres a jugar largas partidas. Cuando se apaga el fuego el esposo fantasma no se ve, pero tampoco se ve la viuda ni me veo yo. En las mañanas el fantasma no está y sólo quedamos nosotros dos. Desayunamos juntos. Y me entristece no quererla. Pensé que si la viuda había llegado con el fantasma de su marido el fantasma de mi padre no tardaría en llegar, y los cuatro juntos íbamos a ser muchos para la cabaña. Se lo dije a la viuda. Le dije que tenía que irse porque el fantasma de mi padre volvería y no le iba a gustar ver tanta gente. Ella me dijo que el fantasma de mi padre no volvería porque mi padre no tenía sepultura. El fantasma de mi padre y mi padre eran la misma pieza de hielo. Y me dio tristeza saber que algo con lo que se puede jugar cartas, aunque no esté vivo siga comprimido en el pecho de mi padre muerto. Esta mañana la viuda me dijo que iba a tener un hijo mío. Un niño frío y blanco con el que yo no sabré comunicarme. En él reconoceré fragmentos míos y de la viuda, y de mi padre muerto y también de gente que no conozco, como mi madre, la madre de la viuda, los hijos que la viuda quiso tener y no ha tenido. Lo amaré con cierta cautela. Y estaré decepcionado de él, porque estaré decepcionado de mí. Porque no debería estar permitido tener hijos hasta no haber resuelto las cuentas pendientes con un padre. Uno piensa, y yo también pienso, mirando este lago lo pensaba todos los días en el silencio de nuestra pesca, que tendría un hijo para tratarlo bien, algún día. Que mi hijo conocería la felicidad y conversaríamos por horas. Y cuando la viuda me ha dado la noticia supe que no sería como yo pensaba, pues esa idea de criar a un hijo feliz era sólo un proyecto de redención y de venganza hacia mi padre. Quería tener un hijo feliz para que mi padre mirara desde su exclusión cómo debía haberme criado. Y ahora mi padre es la piedra de hielo que decora la casa, y yo tendré un niño al que no sabré cómo dirigirle la palabra. Pero la vida en el frío sabe premiar: salgo y me encuentro un pez que habla.
¿Cómo se llama esto?, pregunta el lucio.
Viento, le digo.
Entonces el lucio me cuenta su vida.
Lo primero que recuerdo, me dice, son raíces sumergidas en el agua, pero entonces no sabía que eso era agua. Pudiera decir que no recuerdo el agua, únicamente las raíces, iluminadas desde lo alto por una fuerza que acabó siendo la luz. Los ruidos ahí abajo, a diferencia de los tuyos, más localizados, son sonidos fugaces, vibraciones, casi lo que tú llamarías fantasmales. Vienen de todas partes y siempre están a tu lado, nadas dentro de ruidos y no sirve de nada devanarte los sesos intentando descubrir de dónde vienen, qué roca se ha desprendido, qué animal está mugiendo bajo el agua o qué agujero ciego se está tragando todo. Son zonas que te toca atravesar e ignorar. Y esa sensación de no tener en qué apoyarte. Nada de lo que encuentras debajo del agua es un sostén, tienes que lograrlo todo por ti mismo. Impulsarte, probar arcos, torsiones. No te imaginas lo rápido que hay que ser. No tienes padres, no tienes nada. Un día apareces y ya está. Eres un vertebrado y no sabes nada de la vida. Raíces. Raíces sumergidas y una luz en lo alto. Un lucio tiene un par de momentos interesantes en su vida. Cuando aparece, cuando se come al primer pez, cuando se asoma por primera vez fuera del agua. Te digo más, los lucios aun con toda nuestra fama de depredadores casi no comemos. Al menos yo no he matado tantos peces, no tengo nada en contra de mi naturaleza, pero es un poco frustrante que te conozcan por lo que no eres. Sobre todo cuando quieres ser eso mismo por lo que te conocen. Me gustaría haber devorado todo lo que se mueve bajo el lago, me gustaría haber enrumbado por el río y seguir masticando peces, pero me da pereza, mato a uno y paso luego meses entre las raíces mirando su esqueleto, viendo cómo el barro se traga las espinas. Y sin embargo todos me tienen por un pez mortífero, y yo también quisiera serlo, pero no lo soy. Soy sólo un lucio corriente. ¿Cómo se forma la reputación de un pez? Es un misterio. Sabes que podemos también comer aves. Pero aquí no hay muchas aves. He estado todos estos años sin comer un ave, si algún día me topo con una no sabré cómo comérmela. A quién se le ocurre crear un pez que se alimente de aves. Tal vez nos hicieron con un tinte de justicia sardónica, puesto que las aves pueden aterrizar en el lago y llevarse algún pez. Te imaginas qué mente tan retorcida hay que tener para crear un lucio. Un pez que come aves. Es una provocación a que me asome a la superficie y haga resplandecer las escamas para atraer un pájaro y una vez que meta el cuello en el agua llevármelo a lo más hondo. Pero aquí no vuela nada. Todo es cielo. El pez más grande se come al más pequeño, has escuchado eso, ¿no? Pues es una mentira del tamaño de la Siberia. Un pez se come lo que aparezca, no importa el tamaño. Una noche encontré una cepa de huevos de lucios y los destruí con la cola.
Entonces el lucio y yo decimos la misma frase al mismo tiempo:
Tu vida es mejor que la mía.
Entonces el lucio y yo pensamos la misma idea al mismo tiempo:
Prefiero la vida del pez. Prefiero la vida del hombre.
Me dejo caer en el agua.
Doy unas brazadas entre la bruma.
Antes de sumergirme miro al muelle. Veo al lucio dando saltos en dirección a la casa de troncos.
Nos irá bien.
Nos irá bien.