El juego de las letras había terminado, cesó de pronto, tristemente, como consciente de su inutilidad. Retrocedí algunos pasos, me metí en el fango hasta los tobillos, ya no aparecían más letras. El juego se había extinguido. Permanecí mucho rato de pie en el lodo y esperé; en vano. Luego, cuando ya hube renunciado y estaba otra vez sobre la acera, cayeron por delante de mí un par de letras luminosas de colores sobre el espejo del asfalto. Leí:
¡Sólo… para… lo… cos!
Se me habían mojado los pies, y me estaba helando, pero aún permanecí un gran rato en acecho. Nada más. Mientras estuve allí de pie pensando cómo los bonitos fuegos fatuos de las tenues y pintadas letras habían bailoteado sobre la tapia húmeda y sobre el asfalto negro brillante, se me volvió a ocurrir de repente una fracción de mi anterior pensamiento: la alegría de la huella de oro resplandeciente, que se aleja tan pronto y no puede encontrarse. Me helaba y seguí andando, soñando con aquella huella, suspirando por la puerta de un teatro mágico, sólo para locos. Entretanto había entrado en el barrio del mercado, donde no faltaban diversiones nocturnas. Cada dos pasos había un anuncio y atraía un cartel: «Orquesta femenina. Varietés. Cine. Dancing.» Pero todo esto no era nada para mí, era para «cualquiera», para normales, como en efecto los veía penetrar en grandes grupos por aquellas puertas. A pesar de todo, mi tristeza estaba un poco aclarada: ¡como que me había tocado un saludo del otro mundo!, un par de letras de colores habían bailado y jugueteado sobre mi alma y habían rozado acordes íntimos, un resplandor de la huella de oro se había hecho otra vez visible.